Relatos:Crónicas Mágicas de Valencia - Capítulo 1

De Bestiario del Hypogripho
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Capítulo 1: El cazador de unicornios[editar]

Yo yacía durmiente sobre mi cálida y acogedora cama, soñando que escalaba la montaña más alta y estiraba mi mano derecha al cielo para acariciar la brillantina de estrellas que navegaba en el cielo de la decorada y plateada noche. Las estrellas modificaron su fluir al contacto con mi mano, esquivándola como si de purpurina plateada en una corriente de agua bifurcada se trataba.

Ahí yacía, yacía durmiente, hasta que el timbre de mi teléfono móvil me despertó, ese odioso timbre que, con el paso del tiempo, llegué a aborrecer profundamente y con cada gota de mi ser. ¡Ese estúpido teléfono móvil grisáceo, que siempre se me descargaba en un santiamén, que no tenía espacio para nuevos juegos de la saga Royale, y cuyas juntas del semitransparente protector alojaba colinas de una extraña roña sin identificar.

Agarré el teléfono móvil que se situaba en mi mesilla de noche, a la derecha de mi cama. Y con ira, mas somnoliento, hablé.

- ¿Quién é? - Contesté adormilado al teléfono, sonando como un berrido bestial, sin poder vocalizar al tener mi boca seca y pastosa, y debido a mi bajo estado de vigilia.

- ¡Yeh! ¿¡Qué pasa Joto!? - Me respondió una voz bronca como gañán de los bosques.

Quien me llamaba era Venancio, un fascistoide al cual me costaba tolerar en ocasiones, pero que por desgracia era el único "amigo" que todavía me llamaba al teléfono. Él me llamaba "Joto" a modo de abreviatura de "Jose Antonio" porque, según él decía, era para no confundirme con otros veinte "Josés" más.

- ¿Venancio? Hola. - Respondí, todavía mal vocalizando, mientras me desarropaba y levantaba lentamente de la cama, pues ya me había desvelado. Me quedé sentado en la izquierda de esta, al otro lado tenía una pared con una ventana. Agarré mi botella de agua junto a mi cama, en el suelo a la derecha y junto a una de las patas de esta, y llené mis mofletes con un buen volumen de agua que tuve que deglutir en tres tragos internos.

- Joto, macho, te veo mu desganáo. - Quejose mi "amigo" Venancio.

- Leñe. Que me has despertado a... ¿Qué horas es? - Respondí, lentamente y con habla cansada.

- Es que vosotros los rojos durmís un montonal, sois mu vagos. - Rebuznó cansino el muy "trabajador". Yo suspiré.

- Dime, ¿para que llamas? - Dije más serio a la vez de indignado.

- Bueno, pos na, que quería convidarte a una parrillá de carne de unicornio. - Me dijo.

- ¿Carne de unicornio? - Pregunté.

- Sí. Esta mañana cacé un unicornio. - Me respondió. - Dime, ¿te apetece quedá en mi cabaña del bosque hoy a las siete de la tarde? - Me preguntó.

Yo miré el reloj, luego el calendario. Estaba en unas pequeñas vacaciones pagadas, pero no las estaba disfrutando. Los días se me habían vuelto rutinarios y repetitivos, y odio la rutina. El aburrimiento daba paso a la sensación de estar perdiendo mi valioso tiempo en la tierra y, con ello, una ansiedad que en ocasiones me abrumaba. La verdad, me apetecía probar la dulce carne de unicornio. Era un manjar raro y a punto de ser ilegalizado. Además, como he dicho, me aburría mucho.

Miré hacia mi ropa deportiva y mi ridícula mochila con saco de isotónica y tubo para beber incorporado, y que se hallaban amontonados en una silla plegable en la esquina de la habitación, acumulando polvo desde hace casi un año. Sabía que si quedaba con Venancio, tendría que caminar durante horas a través de los senderos de tierra del bosque para llegar a su cabaña, ya que yo no tenía coche y el transporte público no accedía hasta allá ni me dejaba cerca. Pero, en realidad, no perdía nada por darme dicha caminata... Viva la aventura, ¿no?

- ¡Yiiiih! ¡Espabila que se t'escapan las liebres! - Exclamó con estridente y rasposa voz.

- Sí, sí, que quedamos. Así me da un poco el aire, que a este paso me voy a poner rancio. - Respondí finalmente.

- Pues ea. ¡Amagüestu! - Dijo y colgó.

Me quedé dormido y, a las 10 de la mañana, me levanté espantado de la cama al notar que se me hacía tarde para tener tiempo libre. Así pues me duché, me vestí, desayuné, miré la televisión un rato y preparé el equipo y las provisiones para emprender mi viaje hacia la cabaña de Venancio.

La azucarada isotónica de mi ridícula mochila deportiva sería mi principal fuente de hidratación y energía. Unas deliciosas y crujientes longanizas de pascua serían mi fuente de proteínas para evitar el catabolismo de mis poderosos pero poco desarrollados músculos. Por si a caso, también guardé una pequeña petaca con ginebra dulce rosa bien aromatizada, pues sabiendo con quién iba a quedar, pensaba que quizás me haría falta.

¡Ah! Y también preparé las gafas de sol y un poco de crema solar, bienes esenciales para proteger mi delicada y sensual piel blanca, y mis perlados y hermosos ojos de los nocivos rayos ultravioletas del sol.

Poco antes de la hora de salida, activé el Google maps para hacerme una idea de la duración del recorrido y hacer pantallazos de la ruta gráfica por si me perdía... La caminata duraría entre seis y ocho horas, un verdadero castigo para mis pies, aunque en realidad yo ya era consciente de lo que me esperaba.

Barajé la opción de usar el transporte público para acortar dicha caminata, aunque sólo me ahorraría, en el mejor de los casos, una hora y media de caminata a costa de estar al menos 20 minutos esperando el metro de la línea adecuada, y 45 minutos de pie hacinado como una sardina enlatada.

Tendría que salir de casa a las doce del mediodía, y eso hice.

Salí de mi casa y cerré con llave las tres cerraduras de mi puerta blindada. Es lo que tiene la paranoia y el vivir sólo...
Luego caminé durante media hora para salir de la ciudad. Valencia, patria amada, lugar de maravillosas tiendas de productos exóticos, extravagante arte, y horrible y repugnante tráfico. Me colé por los callejones peatonales de la ciudad para evitar tener que cruzar pasos de peatones con semáforos o al menos minimizarlos, además de para escuchar menos coches y camiones, ¡eso sí!, cuidando de no atrasarme demasiado.

Finalmente llegué a la periferia de Valencia, y ahí es cuando realmente comenzó mi viaje a través de arcenes de carreteras secundarias, caminos de tractores y, ¡al fin! los senderos de tierra que comenzaban en una cañada estancada del antiguo río Turia.

Estos senderos de tierra eran comúnmente transitados por corredores, ciclistas y jinetes, y decorados por grandes catenarias de granito blanco decoradas con runas luminiscentes que indicaban el kilómetro del sendero respecto a su inicio en el Parque de Cabecera de Valencia. Los primeros kilómetros fueron mediocres, ya que abundaba el paisaje yermo de solares vacíos, secarral y barbecho a mi alrededor, con un despeñadero a mi izquierda, y los puentes de autopista sobre mi cabeza. De vez en cuando cruzaba carreteras básicas con paradas de autobús abandonadas. Crucé varios puentes de madera mientras bebía isotónica de mi mochila para no deshidratarme.

Llegado el momento, crucé la presa de Manises, y los primeros árboles de hojas palmeadas de siete puntas comenzaron a ser visibles. El fresco olor embriagador también comenzó a ser notable.

Los majestuosos y mágicos árboles del cáñamo, verdes, dorados y cobrizos, se alzaban imponentes a mi paso. Los pequeños arbustos canábicos turquesas, azules y morados crecían bajo su sombra junto al suave y blando musgo, y las coloridas y adorables setas. También era posible encontrar diversas plantas mágicas como la belladona y el estramonio en los bordes de los senderos, y plantas de castañas de agua, de las que tienen forma de mosaico, rodeadas por las diminutas hojitas de las lentejas de agua flotantes, en los tramos más tranquilos del río. Viajé a través del bosque cannábico contemplando como las palmeadas hojas caían. Continué caminando durante varias horas, cruzando puentes de acero y puentes de madera. El olor de la hojarrasca descomponiéndose no era muy intenso, y aun contenía un poco de ese aroma a cáñamo.

Comencé a desviarme por senderos paralelos al río en dirección opuesta a los senderos que iban hacia la Eliana. Casi me perdí en las profundidades de ese mágico y onírico bosque, el cual cada vez se volvía más apagado, denso y ominoso, cada vez con más encinas y alcornoques de denso follaje y, luego, retorcidos sauces llorones con agujeros que casi hacían parecer que tuvieren rostros humanoides con bocas abiertas y cuencas vacías.

Comencé a inventarme mis propios caminos, pues yo ya no estaba caminando sobre sendero alguno, sino que caminaba casi a ciegas a través del sotobosque, procurando no desviarme ni caerme de paso, con el Google Maps modificado para guiarme a través de la nada y su conexión GPS fallando intermitentemente.

Temía que en cualquier momento alguna entidad pudiera atacarme, pero recordé que hace harto tiempo los trotapieles, duendes y otras criaturas peligrosas fueron exterminadas de la región... creo.

La caminata fue larga, de más de una hora, y realmente no sabía si iba por buen camino o me estaba perdiendo.

Oí un ruido extraño de pasos y me asusté. Me escondí rápidamente en un zarzal cuyos aguijones me propiciaron numerosos cortes superficiales. Pero, afortunadamente, observé tras el arbusto una pequeña tribu de gnomos nómadas que estaban de paso.

Uno de los gnomos, anciano y de rizado pelo blanco y poblada barba, rechonchete y vestido con ropas azules y un gorrito de cono rojo, me descubrió.

- ¿¡Qué haces escondido ahí, estúpido humano!? ¿¡A caso buscas pelea, perro!? ¡Te advierto de que soy siete veces más fuerte que tú! - Amenazaba con la voz alzada mientras preparaba sus puños.

Me alcé lentamente haciendo señas con las dos palmas abiertas mientras decía: - Tranquilo. Me he escondido porque me he asustado. Busco una cabaña de- - Expliqué, y de pronto me interrumpió el gnomo.

- ¿No buscarás la cabaña de ese cazador fascista desquiciado? - Preguntó el gnomo con su voz ronca.

- S-Sí. - Balbuceé.

- Pues está detrás de esos árboles. Pégale un par de hostias de mi parte, que me debe 50 euros. - Me dijo mientras señalaba a un lugar del bosque detrás de él.

- Gracias. Lo intentaré. - Respondí, pero el gnomo ya se iba junto a su grupo mientras mulmuraba palabras malsonantes o algo.

Finalmente, y gracias a las indicaciones del gnomo alcancé mi destino: esa cabaña construida con madera de enebro, y con banderas cuñadísimas. Esa siniestra cabaña decorada con cabezas de renos y jabalíes.
El cazador, su ocupante y constructor, y también su decorador, Venancio, salió a recibirme con un abrazo.

- ¡Lii! ¡Acho! ¡Cuánto tiempo sin verno! - Exclamó.

- ¡Hey, Venancio! ¿Cómo te trata la vida? - Exclamé también mientras nos abrazábamos.

- Pues aquí estamos. Viviendo día a día, como Rambo. - Respondió.

- Me alegro, me alegro. - Contesté. Ambos comenzamos a caminar hacia el interior de la cabaña mientras él me sujetaba la espalda con un brazo muy incómodamente.

- Por cierto, ¿qué tal te trata tu nuevo trabajo? ¡So licenciáo!, que no me has dicho que te habías licenciáo ni na. - Me preguntó mientras sacudía mi espalda con malaje.

- Pues ahora trabajo catalogando mil y una pociones. Es lo que tiene la taxonomía táumica, que es muy general y clasificativa... o algo. A veces se hace una tarea muy tediosa. - Respondí. Venancio abrió la puerta de su casa y entró. Yo fui detrás de él.

- ¿La tauronomía tauromáquica? ¿qué? - Me preguntó.

- No, no, taxonomía táumica. - Respondí mientras ambos no sentábamos en dos viejas y astillosas sillas de madera confrontadas.

- Oyes, pues a mí también me gustan los toros. - Rebuznó.

- Que no. Taxonomía taúmica, no tauromaquia. De clasificar pociones, catalogar hechizos, ilus- - Volví a intentar corregirle inútilmente, cuando de pronto él me interrumpió.

- Ah... Bueno, pues yo estoy aquí cazando como siempre. - Replicó.

- Ya veo, ya veo. - Respondí.

- Y como te dije, he cazáo un unicornio. - Dijo. Ambos quedamos en silencio unos cuantos minutos. Él se levantó. - Sígueme y te lo enseño. - Prosiguió.

Pasamos a una habitación de la cabaña más higienizada, con el suelo hecho de losas cerámicas, aún con paredes de madera pero impermeabilizadas y pintadas. Esta habitación tenía una mesa metálica central de gran tamaño con una manta ensangrentada encima. De la manta ensangrentada había algo que abultaba, yo pensé que sería el unicornio, y no me equivoqué.

El cazador destapó la manta y me mostró el cadáver del unicornio, de color dorado pálido, destripado, con sus vísceras plateadas en una bandeja de metal junto al cuerpo, con parte de la piel pelada hasta la cabeza mostrando la carne morada, y con el cuerno ya extraído. Por un momento me asombré tras contemplar la anatomía de esa criatura, y luego pegué una pequeña arcada muda que contuve a causa de la visceral visión.

- ¿Es un unicornio? - Pregunté.

- Vamo a ver... Tiene cuatro patas, forma de caballo y un hueco dónde debería tener el cuerno. ¡Pos claro que ej un unicornio! - Respondió vacilando. - ¡Y amás un peazo de unicornio! Mira cuanta carne tiene este. - Prosiguió.

- ¿De dónde lo has sacado? - Pregunté.

- Del bojque. - Respondió.

- Ah... - Contesté asintiendo exageradamente con una falsa mueca de interés.

- A ver, deja que m'explique. Últimamente ha habido una invasión de unicornios caribeños, lo habrá soltáo algún zoo o granja imprudente de estos extranjeros, y han sido atraídos a estos bosques por los árboles de maría de replantanción. - Me detalló.

- Es decir, ¿que no es una especie nativa de aquí? ¿Es una especie invasora? - Pregunté, sólo para seguir generando conversación.

- En efecto, no cabe duda. Primero nos invadían los inmigrantes y ahora nos están invadiendo sus bichos. ¡Están arruinando el país! - Respondió mientras se enfurecía por su imaginario racista. - ¡España ya no es lo que era! ¡Me cagüen Satán! - Siguió berreando, mientras yo tomaba un buen sorbo de ginebra de mi petaca para amortiguar sus repelentes palabras. Terminé de vaciar la petaca.

- Ag.. E.. - Musité. - Bueno, y entonces supongo que estarás en algún plan municipal para controlar las poblaciones de unicornio invasoras. - Proseguí desviando la charla al tema original para dejar de escuchar su mierda fachoide.

- Pos no sé que m'has preguntáo, sinceramente, pero ahora te sigo explicando porqué cazo unicornios. - Respondió mientras se giraba para pillar un vaso con un líquido magenta y yo aproveché para darme una palmada en la cara. Revisé si mi petaca aún tenía algo de ginebra. - Ahora son una plaga y causan destrozos colocáos por los cogollos de los arbustos de hierba roja que comen, y como aquí ya no hay lobos ni osos, pos los cazo yo, que me dan permiso. - Me explicó y pegó un sorbo del vaso que sujetaba.

- Interesante. Por cierto, ¿qué bebes? - Pregunté curioso.

- Ah, ¿esto? Es sangre de unicornio. La sangre magenta de unicornio es de las sangres más sabrosas y dulces que hay. Tiene mucho azúcar y ni amarguéa ni sabe a cobre como otras sangres. - Me explicó. - ¿Vas a querer un poco de sangre? - Me ofreció.

- No, gracias, que he comido antes de venir. - Respondí un poco asqueado, pero a la vez curioso. En realidad la sangre de unicornio no tenía mala pinta.

- ¿Tonces no vas a querer cenar carne de unicornio conmigo? - Me preguntó decepcionado.

- No, a ver, eso sí. Quería decir que ya he bebido antes de venir, ahora mismo no me apetece beber nada. - Retracté.

- Eres más raro que un perro verde. - Me dijo. - Bueno, como defía, los unicornios tienen muchas cosas especiales. - Prosiguió.

- ¿Cómo cuales? - Pregunté.

- ¿Sabías que la carne de unicornio es de las mejores del mundo? Posee un marmoleáo de grasa como la carne de guajo esa que comen los chinos cruda, bastante suave, y es muy rico en vitaminas como las frutas esas que comen los vegetarianos amariconáos. Esta carne se torna morá después de cortarla, pos se rompen noséqué células que libera algo y reduce la misoglobina o algo así. - Me explicó con muchas muestras de desconocimiento.

- Fascinante. - Respondí disimulando mis ganas de corregirle.

- ¡Del unicornio se aprovecha to! La mierda del unicornio también. ¿Sabías que su mierda color arcoiris tiene nititos de aquillo? - Prosiguió excitado.

- "Nititos" de "aquillo". - Respondí casi preguntando, recalcando en "aquillo". Yo ya sabía que se refería a los nitritos de alquilo, empleados para fabricar algunos tipos de pociones muy... específicos, pero sus constantes palabras inventadas me ponían de los nervios.

- Sí sí, como los poppers estos que los momosesuales usan pa relajar los esfiters y meterla por el culo, los mu enfermos. Y pa eso se usa las boñigas de onicornio, pa fabricar pupers de esos. - Aclaró.

- Vaya, repugnante aclaración. Gracias. - Respondí sarcásticamente mientras volvía a ojear a través de mi petaca para ver si quedaba alguna gota de alcohol. En serio, necesitaba más alcohol. - ¿Y cómo sabes todo esto? - Pregunté.

- ¿¡Estás insinuando que soy bujarra!? - Exclamó. - Aquí si eso la única marica que hubiere eres tú, que te duchas tos los días. - Replicó.

- Calmo, Venancio, calmo. - Respondí algo asustado por su violenta reacción.

El paró de hablar y, tras varios segundos, pegó un trago de un vaso con sangre de unicornio. Continuó hablando: - A ver, esto lo sé porque me he imformáo sobre el producto. Ya sabes que cada uno folla como quiere, y ya se safe que los homosesuales son mu depraváos. - Rebuznó nuevamente. Las fachifrases fluían de su boca como lo hace la diarrea de un enfermo por disentería. - Lo mejor del unicornio es su cuerno. Su cuerno posee un cóctel de psicotrópicos de la ostia, hasta "Alese-ele" tiene. Y también tiene muchas substancias mágicas que, si se fuman bien fumás, pueden elevar mucho el poder de un mago temporalmente. - Terminó de explicar. Con "Alese-ele" se refería al LSD.

- Interesante. - Respondí.

Tras hacer la parrillada y cenar ambos, Venancio continuó hablando sobre los unicornios durante un buen rato. Y después de hablar sobre unicornios, se puso despotricar con sus fachadas contra los indepes, los gays, los extranjeros y los republicanos.

Salí de allí ya por la noche hasta con ganas de vomitar por escuchar tanto facherío, y llevando una bolsa con el trozo de carne y con hielos, una bolsa ensangrentada que no dejaba de gotear y atraía las avispas del oscuro bosque. Me tropezaba con las piedras cada dos por tres, y tenía tantas agujetas que parecía que me había llovido una somanta de palos. La batería de mi móvil estaba al mínimo, a punto de morir.

- ¿Porqué tuve que venir? - Pregunté exhausto para mí mismo.

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